CHIQUITITAS
Palermo Chico es un barrio lisito, lujoso, sin asperezas. Sus calles silenciosas, limpias. Los jardines se abalanzan sobre las veredas sin baldosas rotas, algunas con paredones tan altos que apenas se puede espiar por algún agujerito la hermosa casa escondida en medio del parque. No hay baches. Parece otra ciudad. Hasta en los días de mucho calor o frío se hace lindo caminar. Todo está protegido por
Pero en nada de todo esto, como tantas otras veces, pensaba Eulalia ese día, a las ocho de la mañana, cuando puso, con mano temblorosa, la llave en la puerta de la casa donde trabajaba desde hacía tantos años.
Apenas podía contener el llanto. Estaba muy nerviosa. De todas maneras, una cierta sensación de tranquilidad la ganó al cerrar la puerta y escuchar a la señora que le hablaba desde la cocina:
—Eulalia, ¿es usted?
—Sí, señora. Buen día.
Cuando se acercó la vio, linda como siempre, aunque más pálida, con su bata tan fina. Los mellizos estaban tomando la leche, cada uno en su sillita.
—Eulalia, estoy muerta. No sé qué les pasa a estos chicos que no están durmiendo. Me paso la noche despierta. Si siguen así voy a tomar una persona para que me reemplace aunque sea por unos días.
—No se preocupe, señora, hoy me quedo un rato más y la ayudo, así usted puede descansar un poco.
—Gracias, Eulalia. Pero ¿qué le pasa? Tiene muy mala cara.
—Señora, tengo que hablar con usted. Estoy muy mal. Hace mucho que quería, pero no me animaba. Lo que pasa en mi casa es muy feo.
Y empieza a contar, llorando, que hace tiempo que a ella le parecía que su marido hacía cosas raras con su niña. Pero la tardecita anterior, cuando llegó de trabajar, lo encontró en la cama de su hija, su niñita.
—Ella tiene once añitos, señora. Peleamos mucho. Me dijo que me iba a matar si yo contaba algo. No sé qué hacer. Para qué lado rumbear. Por eso le cuento a usted.
La señora se sentó. Estaba tan aturdida y asqueada que casi no escuchaba el barullo que hacían los bebés.
Sintió que tenía que reaccionar y ayudar enseguida a esa mujer, tantos años que la conocía. Trató de serenarse. Pensó e inmediatamente se acordó:
—Mire, Eulalia, hay un número de teléfono, al que se puede llamar en estos casos, cuando hay estos problemas con chicos abusados, maltratados, ¿me entiende? Ya se lo doy. Y no tenga miedo, llame. Y déselo a su nena, en secreto, para que ella llame por cualquier cosa que usted no esté. Espere, ya se lo busco. Mire, es el 102.
Dios, pensó la señora. Cómo puede vivir así esa gente. En ese hacinamiento. Y sintió una sensación de seguridad y alivio. Su casa tan bonita, tan cómoda. Un marido colaborador, cariñoso.
Por la noche, cuando se lo contó a él, los dos se miraron. ¿Puede haber tanta crueldad? ¿Es que la gente se vuelve animal? Y con una criatura…
Siguieron conversando sobre las condiciones en que vivía Eulalia. A lo mejor, el día de mañana, dijo el marido, podrían traer a vivir a la nena con ellos, a su casa. Hacían apreciaciones.
—Bueno, ya es tarde—, convinieron los dos.
Él entró en la habitación de Marita, la hija mayor de ambos, y ella cortó con rapidez la comunicación.
—¿A quién llamás, Marita?
—A una amiguita, papá. Quería saludarla.
Cuando él se le acercó, la nena, con disimulo, miró el papelito con tres números que había quedado al lado del teléfono.
***
RETORNO
Ya se cumplieron seis meses de su partida. Luego de mucho cavilar, indeciso, triste, abatido, llegó al lugar que tanto añoraba y donde había sido muy feliz.
La playa, la arena, las gaviotas revoloteando alrededor de los peces, todo estaba como siempre, pero nada era igual. Faltaba lo principal, la otra parte de su vida. Ella había muerto en un accidente.
Quiso volver al mar para sentirla cerca, pero era inútil, imposible.
Se quedó largo rato mirando el horizonte. Su perro, única compañía, lo observaba con fijeza, sin saber qué pasaba.
De pronto el hombre lo miró y le dijo:
—El tiempo se ha dormido en este atardecer. Volvamos a casa, nos espera la soledad.
Partieron en silencio, caminando lentamente.
Lucía Terra Vigil
***
MIRADA AUMENTANDO EL MUNDO
Me sentía a gusto en la terraza de aquella cafetería, un sol cálido de otoño era como una caricia, estaba saboreando una deliciosa cerveza tirada y observando el mundo a mi alrededor. Un mediodía plácido en un plácido lugar, pensé. Y eso no era todo, dos mesas frente a mí, ligeramente a mi derecha, estaba sentada una hermosa mujer, realmente bella, de facciones delicadas, nariz chiquita, boca bien dibujada, cabello castaño lacio sobre los hombros, delgada pero de lindas formas. Estaba sola, tomando un refresco. Hacía rato que estaba yo intentando el clásico jugueteo de miradas, como para tantear la situación, la miraba con insistencia, pero no había caso, la dama en cuestión seguía inmutable con su mirada perdida en un punto fijo a lo lejos. Prendí un cigarrillo, aspiré una bocanada con resignación, de pronto giró su cabeza hacia mí, la vi las manos cruzadas sobre una rodilla, su mirada como una lupa sobre el mundo, esa mirada fija en mí.
Sentí un extraño desasosiego, tragué saliva con dificultad, sentí que mi respiración se agitaba. La mirada de la dama seguía fija en mí. Pero ¿qué estaba sucediendo?, el cigarrillo iba creciendo de tamaño hasta parecer un gigantesco cigarro puro de color blanco, y mi cerveza, la jarra, estaba tomando la dimensión de un enorme balde, la mesa, la mesa se había tornado una inmensa meseta blanca a la altura de mis ojos. Sentí que mis pies no tocaban el piso, miré hacia abajo, estaba en el borde de una gigantesca silla muy lejos del suelo. Sentí una mezcla de vértigo y terror, ¿qué ocurría?, todo aumentaba y aumentaba de tamaño excepto yo. Me abracé como pude a la pata de la silla y me deslicé hasta el piso. Salí corriendo buscando con desesperación un hueco donde ocultarme.
¡Qué cosas me pasan!, con lo tranquilo que yo estaba ¿por qué tuvo que mirar?
Ángel Giménez
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EL TIEMPO Y UN CORAZÓN
Ramona se sentó un rato para tomarse un respiro de los quehaceres de la mañana.
Su esposo ya hacía unas horas que había partido para sus ocupaciones, un entretenimiento de jubilado, decía él cuando ella le reprochaba que siguiera trabajando.
Tenía dos hijas y cuatro nietos, dos varones de la mayor y un varón y mujer de la menor.
Realmente esa mañana no se había sentido bien, pero no sabía definir qué era lo que le estaba pasando.
A Ramona no se le conocían médicos ni remedios, entre bromas y risas decía que se mantenía saludable porque nunca iba al doctor.
Comenzó a sentir un cosquilleo extraño en los labios y en la lengua y ya no supo nada más, sólo apoyó la cabeza en la mesa, y así la encontró el marido cuando volvió a almorzar.
Rápidamente llamó a la ambulancia y a sus hijas. Derrame cerebral como primer diagnóstico, dijeron los médicos.
Luego de la internación y los exámenes practicados, llegó la más terrible de las noticias: estado vegetativo, pero, señor, no sabemos cuánto vivirá, tiene un corazón muy fuerte y vigoroso, es más, tiene los mismos parámetros del corazón de un joven.
Después de los primeros meses, poco a poco la vida fue volviendo a la normalidad, con el agregado de las vistas a Ramona al centro de estudios y avances neurológicos.
Nada cambiaba en ella, salvo por su corazón, que parecía estar cada vez más saludable.
Fue pasando el tiempo y restando asombro al diagnóstico que no variaba; las visitas se fueron renovando con los años, mientras nuevos adultos se incorporaban a su vida sin que ella se enterara.
Su esposo ya no estaba, y sus nietos habían pasado de niños a ser gente grande con hijos adolescentes.
Las visitas al sanatorio eran esporádicas, sólo se presentaban los familiares si los médicos lo requerían, para hablar de algún avance de la ciencia.
En ese lugar, los pacientes permanecían hasta su cura total.
Mientras tanto, el mundo y la técnica en el campo médico seguían avanzando.
Una mañana tibia y soleada sonó el teléfono en la casa de uno de los nietos de Ramona. Eran del sanatorio y necesitaban tener una charla en forma urgente con la familia, y allá fueron, dispuestos a escuchar. El equipo que atendía a Ramona les participó de una novedosa operación mediante la cual volverían a la vida y a la normalidad el cerebro de la paciente.
Se dio el consentimiento y el gran día llegó. Se llevó a cabo la cirugía con los resultados esperados, más que óptimos.
Nietos y bisnietos esperaban en el pasillo a que despertara de la anestesia, la ansiedad los hacía sentir el paso del tiempo más lento.
Ramona abrió los ojos poco a poco. No sabía qué le había pasado. La enfermera le anunció en voz baja y cerca del oído que pronto haría pasar a sus familiares, pero no debía hablar.
Ramona cerró los ojos con alivio. En un rato vería a su esposo y a sus hijas, y esto la tranquilizó.
Pasados unos instantes se abrió la puerta de la habitación y un grupo de personas rodeó la cama. ¿Quiénes eran esos desconocidos que la miraban? ¿Quién era esta gente que ella no reconocía? Los más grandes, sus nietos, la miraban con cariño. Los más chicos, sus bisnietos, con curiosidad. ¿Dónde estaban su esposo y sus hijas? Los facultativos le fueron contando todo lo ocurrido, y también el tiempo que había pasado desde su accidente cerebral.
Las lágrimas comenzaron a deslizarse por su cara.
Ramona había vuelto a la vida sólo para querer morir, pero su corazón seguía latiendo, fuerte y vigoroso, sin enterarse de nada.
Norma Lanzillota
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ARRULLAR A UNA INSOMNE
Dormir, dormir, ¡como si fuera tan fácil!
Con la edad, no quiero decir cuántos años tengo, el sueño es cada vez más esquivo.
Según dicen, los ancianos no necesitamos descansar mucho, pero no es cierto. Después de una mala noche, todos los problemas afloran de madrugada, y después ando sonámbula hasta mediodía.
Como algo, hago la siesta, no puedo más, y eso agrava el problema nocturno.
Cuando oscurece, para relajarme, miro películas en la tele. Pero las historias violentas invaden los canales. Entonces, a medianoche, me despierto temerosa, con el inconfundible sabor de una pesadilla y los ojos como faroles.
Probé mil cosas: leche entibiada, un baño con sales antes de ir a la cama, somníferos varios, pero el tema no se soluciona.
Desesperada, recordé mi infancia y cómo mamá me cantaba para alejar mis miedos.
Así, en cuanto oscurece, lo hago todo: el baño de inmersión, la leche tibia, la pastilla de Valium y la canción de cuna, como último recurso.
Durante un par de horas, funciona.
De pronto, salto como un resorte.
Temo por Luís, mi nieto de dieciséis, demasiado cibercafé, posibilidad de malas compañías.
“Arrorró mi nena”, debo hablarlo con mi hijo, no sé si lo ignora o prefiere no saberlo.
“Arrorró mi sol”, Julián, ¡ay, Julián!, su matrimonio se derrumba, “arrorró pedazo”, y bueno, son grandes, deben hacerse cargo de sus errores, “de mi corazón”. Fácil decirlo, pero no es así, para eso soy la madre. “Esta nena linda”. ¡También Andrea! Sólo tiene catorce y para mí sufre de anorexia. Está cada vez más flaca. “No quiere dormir”. En mis tiempos, gracias si había para comer, “cierra los ojitos”. Y bueno, ya pasé los setenta, tengo bastante con mis propios achaques. “Y los vuelve a abrir”.
Susana Gendler
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EL VUELO. HISTORIA DE AMOR EN TRES PASOS
Alma; decidida a volar. Infortunio del destino que la arrebató de aquel lugar seguro, tangible, convincente. Seguro y plano. Infortunio del destino que le arrebató el suelo, el césped, la cancha.
Cansada de juegos esquivos, de silencios, de no saber. Desconocer hasta la fascinación para poder volar en paz, en pleno vuelo escribe. El vuelo le da la vida, la escritura le da la paz. Vuelo agitado desconocido silencioso, sin respuestas y sin turbina. Vuela, la caminata mejora la salud. Dibujar completar la forma en el aire, siempre engrandeciendo aquello desconocido, dispuesta a no saber cómo termina el juego. El misterio inquieta, se carga de preguntas, de suspiros, de dudas, se acuesta, cuestiona, se calla, lee a Cortazar. “Final del juego”.
Su hombre lee su novela en su placido sillón, la espera como cada noche la ha esperado, tranquilo y ansioso. Llegará, ella llegará. Juan se pregunta de qué manera, no la quiere en vuelo, la quiere en la cancha. ¿La quiere? Le pertenece, de eso no duda. Le pertenece hasta sus entrañas, ¿Quién es ella? Pues ella no lo sabe. Él la ha dibujado con sus propios trazos. ¿Qué desea? Quiere volar… quiere volar… y aterrizar en la cancha. Game over.
Él habla, para no decir nada. Ella escucha, no soporta el silencio y rellena con palabras que malogran el encuentro. Todos felices, comieron perdices.
Juan se vanagloria con sus propios retratos, el viento lo acosa, el cielo lo acosa, el ocio lo acosa. Él se acusa de no volar por los vientos y se inventa una historia, fácil, lisa, llana, sin fisuras y feliz.
Juan despierta, la historia debe continuar. Se acusa y se acusa y se acusa, se distrae, vuelve a acusarse. Nunca la tendrá. A ella, nunca la tendrá.
Vuela, vuela, vuela, el viento lo acosa; él lo permite, respira profundo, usa toda su capacidad torácica, respira, se llena de aire, de fuerza, de impulso, la tiene, la quiere, es suya; pero el viento no le juega a favor. Otra vez será.
El viento lo acusa, lo acosa, vuela en dirección contraria a él. Se esfuerza, se esmera, es de él.
—Se trata de acompañar al viento, no más —se dice.
Lo enfrenta, se detiene, se infla, se duerme y vuela. Vuela con ella. Aunque no le pertenezca.
Mabel Faigenbaum
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