Una tarde en el taller

domingo, 25 de marzo de 2012

Algunas páginas (3)

Hace años empezamos a reunirnos, convocados por la literatura. Ahora somos amigos. Nos hemos enriquecido de mil maneras no materiales. Se nos agrandó el alma, dijo Alicia, una de nosotros, un día de esos en que las palabras nos colmaron de tesosos intangibles. Muchas publicaciones surgieron del taller, y cientos de páginas. Van algunas, para que nos conozcan, para hacer nuevos amigos, para el intercambio generoso. Para cerrar el círculo.


El hogar
Luba Cobrda, (2006)

Al final del pasillo está la escalera, subo lentamente, pisando uno a uno los escalones lustrosos de madera clara, hasta el primer piso de nuestra casa. Varias puertas dan al vestíbulo, una de ellas esta abierta, entro. Es el dormitorio, que comparto con mis hermanas. Observo el cuarto, las cuatro camas agrupadas de a dos, con una mesita de luz en medio; la quinta cama está a la derecha de la puerta, a lo largo de la pared. Todas, cubiertas con colcha de tela a cuadros de mismo color; en esos tiempos se privilegiaba más la prolija uniformidad que el gusto personal de cada uno. Del otro lado de la puerta, un ropero grande de madera de nogal. En la pared, sobre las cabeceras de las camas, cuelga un cuadro que representa al Ángel Guardián, vestido de blanco, larga cabellera rubia, grandes alas abiertas, con sus brazos extendidos protege a dos niños, que despreocupados cruzan por un precario puentecito que atraviesa un arroyo profundo. Por la ventana semiabierta, entra una fresca brisa y agita la cortina de voile. De pronto, estoy ya en la cocina-comedor diario; sobre la mesa larga hay libros y cuadernos; en el lugar donde se sienta papá, el diario desplegado sobre la mesa. En el otro extremo, sobre las hornallas, hierve algo en una olla grande, y del pico de la pava sube una nube de vapor. Me detengo a escuchar; de las otras habitaciones no llegan ruidos ni voces. ¿Adónde fueron todos, dónde se han ido? Tal vez están en el jardín, tomando un refresco o juntando fruta del manzano. Me asomo al balcón, pero no puedo divisar a nadie, tampoco percibo voces ni oigo risas. Tal vez están en el sótano, debajo de la casa. Es un sótano muy grande; allí se guardan carbón, madera y alimentos para el invierno. Cuando comenzaron los bombardeos, papá acondicionó una parte como refugió antiaéreo. En primer lugar, lo equipó con lo reglamentario: baldes con arena y agua, linternas, palas, pico, hacha y un botiquín completo. Además, con camas, catres, una mesita, algunas sillas, un calentador y una caja con alimentos envasados. Pero ¿por qué van a estar en el sótano, si no se escuchó el ulular de las sirenas dando la alarma, ni el rugir ronco de los aviones bombarderos?
De pronto, percibo una voz familiar, luego otra; ya puedo distinguirlas. Cuando despierto estoy acostada en una cama cucheta cubierta con una frazada áspera, por alguna ranura de la ventana se filtra el frío. Esta es una enorme habitación de una barraca para refugiados; está dividida con roperos en dos partes, de un lado están amontonadas las camas cucheta y en el otro extremo mamá improvisó una cocina con un anafe eléctrico y algunos utensilios. Del otro lado, está la cama de mis padres, una mesa con sillas y un par de baúles cubiertos con una manta. Me visto con impaciencia para unirme a mi grupo familiar, que esta ingiriendo un pobre desayuno. Saludo sonriente a cada uno, y a mamá y a papá les doy un beso; ellos se sorprenden por mi actitud tan afectuosa y festiva. Pero ¿cómo una niña de once años puede explicarles que acaba de descubrir que su hogar no es esa casa prolija y confortable que tanto añora?, sino esas voces familiares, esos rostros amables de sus seres queridos, que la están rodeando, y el amor que los une
Sin importar el lugar y condiciones en las que están viviendo, aun en esa humilde barraca y padeciendo las privaciones de la posguerra.

Una historia de barrio
María Luisa Besio (Nené), (2011)

Esta es una triste historia que, como cantaba Alberto Castillo, puede haber sucedido en cualquiera de los cien barrios porteños. Cien barrios porteños. Cien barrios de amor, cien barrios metidos en mi corazón.
Las calles de ese barrio de Flores estaban mal iluminadas y no era fácil distinguir el número de las casas. Dos mil quinientos cincuenta y seis era el número que estaba escrito en el papel arrugado que llevaba en su mano derecha, mientras en la izquierda sostenía el paquete con la muñeca que apretaba desesperadamente y que le hacía pensar cómo sería su nieta, ¿rubia, morochita?, quizá de grandes ojos negros, como su madre.
La calle se fue haciendo cada vez más estrecha, en tanto que, como no queriendo llegar, su paso se hacía cada vez más vacilante y lerdo.
En su recuerdo vio la carita de Gabriela con sus fogosos veinte años.
—Gaby, hija mía, vos siempre pensando en los demás, no alterés tu vida por una idea absurda —se oyó decir.
Pero Gaby no la escuchaba, ella lo sabía, estaba de más tratar de convencerla. Los sucesos se habían desarrollado tan rápidamente, ni siquiera hubo tiempo para pensarlo. Los dos estaban en el rubro desaparecidos. A ese chico lo conocía poco, sabía del intenso amor que Gaby sentía por él, pero nada más.
Pasó el tiempo, se secaron las lágrimas y un día apareció Teresa. ¿Le interesa saber que tiene una nieta?, fue la pregunta telefónica, y ante la respuesta afirmativa quedaron en verse.
La calle se hacía cada vez más oscura, pero alcanzó a distinguir el número. Era una casa humilde, prolija. De pronto, oyó una voz infantil.
—Hasta mañana, abuela, me voy con mamá…
Y pudo ver la carita de la niña. Igual a ella, pensó; y la caja con la muñeca cayó de sus manos sin que ella pudiera hacer nada por evitarlo.


Blue Star
Juan Carlos Senyk (2002)

Cuando la decepción y el fracaso nos atrapan, es frecuente que caigamos en la tentación de refugiarnos en los recuerdos. Pero es una actitud peligrosa, de doble filo, ya que, si bien revivir momentos luminosos nos alienta y reconforta, también puede llegar a imponerse todo lo que pudo ser y no fue, y aumentar así la desazón.
No sé si por valor, por negligencia, o tratando de redimirme por medio de la voluntaria mortificación, decidí volver al Blue Star.
En la esquina de Azopardo y Humberto Primo había, digo había porque, como ya verán, solo queda el recuerdo, un bodegón que tenía pintada en la vidriera la pretenciosa leyenda Blue Star Restaurant y debajo, una estrella, coincidentemente azul.
El país era otro, la ciudad era otra y su gente era otra. Todos los mediodías el Blue Star, colmado, albergaba una galería de personajes. Predominaban los portuarios, hombres recios, de hablar bajo y modales torpes pero no ofensivos. Nunca sonó en ese ámbito un insulto innecesario.
También estaban los compañeros de la CGT, con los que se mezclaba algún barbado soñador de justicia social. Los de corbata eran los empleados del Ministerio de Agricultura, que siempre entraban comentando algún incidente laboral y se marchaban discutiendo sobre el clásico del domingo.
Pero ese mediodía, cuando llegué a la esquina, encontré, en lugar del Blue Star, el Plaza Sur, Pizza & Café, un anodino establecimiento de paredes cubiertas de espejos y mesas revestidas de melamina celeste. Los carteles de la vidriera estaban salpicados de cartelitos con promociones que intentaban atraer algún comensal. Era la una y el local estaba casi desierto. Dudé un instante, lo que yo buscaba no estaba más, pero finalmente entré y pedí un café.
Miré a mi alrededor. Una pareja tomaba café con leche; más allá, dos hombres discutían reclinados sobre unos papeles, frente a dos tazas de café vacías. Cerré los ojos y aspiré fuerte, como queriendo encontrar un resto, aunque fueran nada más que unas moléculas de aire impregnado con el olor de mis recuerdos, vino tinto, carne asada, robustos guisos.
Cuando abrí los ojos lo vi. Solo, sentado junto a la vidriera, un plato humeante de sopa frente a él. Moreno, de cara aindiada, bigotes ralos y movimientos torpemente ceremoniosos. Estaba viejo. Tomó un trozo de pan y trató de untarlo con un pequeño cubo de manteca. Lo vi hacer un gesto y mover los labios, enunciando una contrariedad: la manteca estaba demasiado dura. La clavó con la punta del cuchillo, la sumergió un instante en la sopa y luego, tranquilamente, untó el pan. Sonrió.
Yo también sonreí. No todo había sido devorado por el tiempo y metabolizado en recuerdos. Todavía quedaba él; para mí, el último portuario.
Me compadecí. Estaba más solo que yo, porque no podía reconocer en mí al estudiante, sin sombras ni historia, todo ilusión, con el que compartió hace ya tanto tiempo algunos mediodías en el Blue Star.
Me sequé una lágrima. Es por todos conocida la propiedad lacrimógena de las pizzerías insulsas.

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